lunes, diciembre 06, 2004

Granito

Llegó del trabajo cansado, fatigado, malhumorado a pesar del hermoso trabajo que tenía.
Vino corriendo. Corriendo la carrera del relax. Esa carrera histérica en la que ganaría el primero que se detuviera a pensar, y tras pensar se detuviera. Entró a su hogar dulce hogar y se sacó las zapatillas, y tuvo su momento de ocio, de soledad, de silencio. Le duró cinco minutos.

No lo resistió, y se asomó a su ventana. Los vecinos de siempre. La menuda señorita habilidosa estaba pintando un hermoso cuadro. Casi más hermoso que todos los anteriores. En el pasado hacía uno por día, y actualmente lograba dos. Uno más lindo que el otro, y siempre distintos. Sobre todo distintos.

La regordeta señora de pasteleros encantos se afanaba en la creación de una torta que parecía desafiar varias leyes físicas. La boca se le pobló de líquidos deseos.

El parcimonioso señor del último piso estaba como siempre con amigos. Saboreando el momento. Agradando y disfrutando. A la noche, cuando la brisa fuera suficientemente fresca como para merecer las caricias de su saxo, saldría al balcón y tendría una nueva melodía en su repertorio. Ese repertorio misterioso alimentado en momentos inexistentes.

Con la excusa de tener un momento introspectivo cerró la persiana. En realidad lo que le molestaba era el brillo exterior.

Se sentó frente al bloque de granito. El martillo le pesaba en la mano derecha, y el cincel lo sobresaltó cuando cayó al piso. Miró el enorme prisma durante largo rato. Lo vio tornar en torta; luego, en el bosquecillo que había visto en ese cuadro novedoso; pero nunca pudo tornar en melodía. El granito sólo podía tornar en melodía en la dimensión del señor parcimonioso.

Luego de dos horas se fue a dormir. Su vacío interior le pesaba más que el bloque de granito, tan completo como lo había comprado hacía un mes, en el medio de su living.

Mañana volvería a la carrera para observarlos nuevamente. Sólo a ellos tres. Mirar a otro vecino le daba vértigo. Vértigo y más trabajo, seguramente.

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