viernes, octubre 01, 2004

Sacrificio

No recuerdo cómo empezó la carrera. Seguramente como empiezan siempre. Un arbusto reseco, o lo que hasta ese momento era un arbusto reseco, salta sobre nosotros convertido en un arbusto no tan reseco, una arbusto con garras y colmillos, un arbusto con melena y con un par de arbustos amigos que nos esperarían en la dirección opuesta. Alguno de nuestro grupo se percató y comenzó la carrera. El resto lo imitó sin siquiera verificar la fuente de peligro. No hubo tiempo para tal lujo.

Ellos nunca son menos de tres. Entrenados en estrategias de caza, suelen tener éxito. Nosotros somos muchos más, pero no somos predadores. Nos limitamos a correr, a huir, a esquivar.

Ya en plena carrera, y habiéndolos visto, habiéndolos temido y hasta olido, una idea se me cruzó por la cabeza. No hay salvación. Quizás haya salvación individual. Quizás muchos nos salvemos, pero no hay salvación para el grupo. Uno de nosotros caerá. Inevitablemente.

Caerá el más débil. O el que ellos consideren el más débil. No es una cuestión de velocidad, entonces. No es una cuestión de esquive. O quizás sí, pero de esquive psicológico. La meta es no parecer el más débil. La meta es sacrificar a un compañero. Entretener sus colmillos con la carne desgarrada de uno de nosotros para poder vivir. Para poder recordar el precio que pagamos por esa vida. Por esa vida que podremos gastar evaluando lo deleznable de este pensamiento. Una vida de arrepentimiento, de asco, de autodesprecio.

La idea es eclipsar la mirada predadora con el cuerpo de una víctima. Esconderse. Escudarse cobardemente. Empujarla a sus fauces.

Me alegré. Sentí ese placer tan primitivo de seguir con vida. Mi cerebro no deseaba alegrarse, pero mi cuerpo lo hizo por él, licenciándolo de la tarea. Lo ví caer. Vi sus movimientos disminuir hasta la quietud absoluta. Los ví posarse sobre su cuerpo. Comenzar el festín. Tarea cumplida. El sacrificio se ha ofrecido, y las bestias se calmarán. Ya no hay carrera. Ya no hay enemistad. Sólo la enemistad entre mi razón y mi adrenalina. Me sentí sucio, casi muerto por haber sentido ese placer teñido de su sangre que manchaba ya los arbustos.

Pude observarlos. Sus ojos sonreían lo que sus labios tenían impedido, previendo el placer que les daría no sólo el deber de alimentarse sino el espectáculo carmín. Pasé a su lado al trote tranquilo. Pasé cerca. Quizás demasiado. Burlónamente cerca. Casi ofensivamente cerca. Ofensivamente para la víctima, que por supuesto involuntariamente cedió su carne para salvarnos. Quizás no era el más débil. Simplemente no supo que no debía serlo.

Como dije, pasé abusivamente cerca, y pude escuchar su rugido:

-- Registro de conducir y cédula verde, caballero.

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