domingo, agosto 29, 2004

Las ocho han dado

Abrí los ojos de repente.

Mientras mi cerebro se aferraba a las fantasías del reciente pasado, mis perplejos ojos devoraban la cruel realidad del presente. Un presente que transcurría a las ocho y veinte de la mañana. En un principio, el problema de llegar tarde al trabajo una vez más no pareció tan grave en contraste con la terrible culpa que me devoraba desde el accidente automovilístico que le había cortado las piernas a mi novia, la única mujer que amé. Ella aparentaba estar bien, pero era sólo eso: una apariencia.

De un soplamocos mis ojos hicieron que mi cerebro despertara a la lucidez, y pasara de evaluar las congojas de un sueño reciente a las estrategias del futuro cercano. Fue tranquilizador descubrir que no le debía un par de gambas a nadie.

Una hora de viaje. Debo entrar a las nueve. Son las ocho y veinte. A ciento treinta por hora puedo viajar en cuarenta y cinco minutos. Si me baño en cinco minutos, saldré a las ocho y media. Y seguro podré reducir el tiempo de viaje. La mayor parte del tiempo se pierde en llegar a la autopista, y en el camino que va desde que la abandono, hasta el trabajo. Intrepidez metropolitana. Eso necesito. No es cuestión de acelerar en la autopista. Ya hice el cálculo muchas veces. Todas las veces que me levanté después de las ocho. Muchas veces. No es cuestión de velocidad. Es intrepidez en el manejo por la ciudad. No la intrepidez del pavo que amaina el plumaje, no. Intrepidez posta. Ese es el plan. Mi récord es treinta y cinco minutos.

Me desenrosco para mirar el reloj nuevamente. Son las ocho y veintidós. Repasemos el plan. Un riacho de aire frío se mete a curiosear bajo las frazadas. Y eso que hice la maniobra de giro hermético. Otro riacho está desde hace rato demasiado interesado en las plantas de mis pies. Y otro en mi nuca. No debí haberme cortado el pelo. ¡Click! El numerito de siete segmentos cambia de dos a tres y me muestra la realidad como mi madre me mostraba las esquirlas de tanto adorno roto en mi niñez. Ocho y veintitrés. Descartamos el baño. De todos modos nunca pude hacerlo en cinco minutos. La teoría dice que se puede. Los simulacros mentales lo confirman, pero nunca tardo menos de diez minutos largos. Esos minutos que moran en las salas de espera pero que nunca te visitan cuando jugás al Nascar en los fichines. Habrá que implementar un baño polaco. Nunca terminé de convencerme de que es más rápido, pero esa es la sensación que me da. Y en definitiva todo el plan consiste en engañarme. Engañar a un cerebro somnoliento es muy fácil, pero cuando el que trama los ardides es ese mismo cerebro, la escena se vuelve patética.

Tengo un par de trámites accesorios que hacer en el baño. Al menos uno de ellos puede esperar a que esté en el trabajo. Llegaré, prenderé el programita de chat para mostrar mi presencia, y me abocaré a la meditación trascendental en el cubil de evacuaciones. Ocho y veinticinco y la fuerza de atracción de la cama no parece tener nada que ver con algo llamado voluntad. Es algo tan simple... abrir las sábanas y correr al baño o al placard. Vestirme o bañarme y listo. Debo haber apagado el reloj unas catorce veces, calculo. Son las ocho y veintinueve.

De todos modos, hasta las nueve y media no parece que haya mucha bronca en el laburo. Y llegaría a las nueve y media si estuviera saliendo ahora. ¡Click! Ocho y media.

Salto de la cama. El frío me pega con menos violencia de la que esperaba, como si tuviera lástima por verme empezar otro día a las corridas. Como si abrazara mi cuerpo con el temor de romperlo. Me espera una cepillada apresurada de dientes, que los dejará sucios y doloridos, un enjuague pobre, y una carrera que seguirá dañando la mecánica de mi auto. Todo para llegar tarde otra vez.

La perfección comenzará mañana... junto con la dieta.

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